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RIO BRAVO

A bordo

Hay dos momentos cruciales en este viaje. El primero de ellos es el instante en que subo a bordo. A pie de muelle, el barco es inmenso, y sólo alcanzo a ver una enorme pared de acero de color naranja. Si alguien me retrata en este momento, seguro puede percibir en mis ojos brillantes de emoción, la expresión de un niño que ha visto algo que le produce sorpresa y asombro. Una larga e inestable escalera de aluminio llega a la cubierta principal situada a 12 metros por encima de mi. Marcin, segundo oficial polaco es quien me recibe a bordo. Un breve mensaje por radio avisa de mi llegada: “ Passanger on board ”. Tres palabras que confirman el lugar en el que voy a pasar las próximas dos semanas.

Me presenta al capitán y hago entrega de mi pasaporte y documentación de viaje. La tripulación es una torre de Babel formada por diferentes nacionalidades donde el inglés es el idioma base en todas las comunicaciones. Siempre con ayuda de Marcin, me guía por las instalaciones del “castillo” hasta llegar a mi cabina situada en la “deck F”. Es amplia y luminosa, con un ojo de buey rectangular con vistas a proa y un ligero aroma perfumado a moqueta y madera. El interior es impecable, y guarda poca o ninguna relación con los viejos y destartalados cargueros que nos presentan las películas.

Al cabo de unos minutos veo a una mujer no tan joven en uno de los pasillos. La señora Ostrum tiene 77 años, y está casi en el límite de la edad permitida para viajar como pasajera. Ocupa la cabina contigua a la mía habilitada también a tal efecto. Es médico jubilada de nacionalidad alemana, y es su cuarta experiencia en buques de carga. Presenta una frágil apariencia, desgastada y consumida, una voz quebrada y apagada que exhala todavía un desafío a las leyes físicas de su propia naturaleza.

Desde la altura de una de las cubiertas superiores, tengo una vista privilegiada y espectacular de la permanente actividad exterior. Infinidad de contenedores se pierden en el horizonte esperando a ser cargados, y decenas de grúas se despliegan sobre los muelles, relegando al ser humano a un sujeto vulnerable en un mundo sometido por gigantes. Justo frente a mí, los contenedores vuelan sobre la cubierta, entran y salen de la bodega del barco en un movimiento de cables sutilmente estudiados bajo el sonido de sirenas, máquinas y vibraciones. La noche llega con un matiz muy especial bajo los focos del puerto, grúas y barcos. Todo el recinto adquiere el aspecto de un universo de luces y sombras que se entrelazan en la nueva era del comercio mundial.

Zarpamos mañana al amanecer. Me hago a la idea de mi estancia, me adapto y me acomodo en este nuevo entorno, palpo con mis dedos el tacto de todo cuanto me rodea en capas superpuestas de sueño y realidad. Ha sido un día muy intenso y lo que está por llegar no es para menos; marcho a dormir con la sensación de que mañana por la mañana voy a recibir un regalo a los pies de la cama, con la intuición de que el día va a traer algo bueno, porque no siempre se da la ocasión de zarpar al alba desde un barco y menos aún desde un portacontenedores. Pequeñas emociones que permanecen en estado latente de hibernación, y puntualmente despiertan de su letargo en el tiempo. Finalmente quedo dormido bajo finas vetas de luz artificial que se cruzan con los ecos lejanos de hombres y máquinas.

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