Del Volga a los Urales, Volgogrado - Chelyabinsk
Para no variar viajo de nuevo en platskartny. Me toca una de las peores literas posibles, la última en el pasillo y junto a la puerta del baño por la que pasa todo el mundo. Me consuelo al menos con tener la litera superior y no la inferior. Se acerca un tipo en chándal y zapatillas, me dice cosas ininteligibles, tal vez un viajero con ganas de conversación y pinta de saberlo todo. Más tarde se acerca de nuevo el mismo tipo… ahora vestido con el uniforme reglamentario de provodnik y esta vez lo entiendo todo. Se llama Alexsandr, de bigote tipo Stalin y origen caucásico, tiene un estilo muy cercano y natural para dialogar con los pasajeros, y la habilidad y esmero con la que realiza su trabajo, me hacen ganar su confianza tan injustamente malograda en el primer encuentro.
En Saratov se invierte de marcha, sigo con el GPS el recorrido del tren a punto de cruzar el Volga por medio de un gran puente metálico. Un formidable estruendo de chatarra resuena bajo mis pies, y bajo él, el Volga cede sus aguas al gélido invierno ruso congelando todo el río... Se ha hecho tarde y la oscuridad domina parte del horizonte, no obstante la tenue luz artificial del puente deja entrever una imagen espectacular.
Tardo más de 24 horas en establecer un contacto real con los demás viajeros. Dejo madurar esta afinidad de forma natural y espontánea, una metamorfosis cotidiana que cambia y evoluciona a cada hora, en cada acción, incluso en el silencio de la siesta, y que transfigura finalmente cada una de estas realidades en un hecho nada convencional a mis ojos. En este tren viaja además el impulso necesario para reavivar un viaje que había permanecido estancado, y ahora, tengo la sensación de formar parte de un pasaje donde la franqueza y la honestidad quedan escritos con nombres propios: Nadezhda, Natasha, Simeón, Alexsei…