Tren número 5 “Okean” destino Khabarovsk. Los colores del mar de su decoración exterior blanca y azul armonizan con el nombre con el que ha sido bautizado, y su impecable interior beige me hacen recordar el lustre de unos coches nuevos recién estrenados. En mi compartimento kupe conozco a Natasha y su hija pequeña Anya, regresan a Khabarovsk después de unos días de vacaciones en las playas cercanas a Vladivostok. Junto a nosotros viaja un joven de mi edad, de aspecto fuerte y piel tosca, tiene sus ojos almendrados en un rostro que envuelve particularidades que no acierto a definir. Se llama Armand y es en efecto ruso, pero de la lejana región siberiana de Yakutsk, que pasa por ser la ciudad habitada más fría del planeta. Por suerte para mi habla inglés, idioma que maneja en su trabajo como ingeniero informático. En mi repertorio de preguntas no faltan las dudas inevitables acerca de su particular invierno a 60 grados bajo cero, y la adaptación de sus vidas a temperaturas tan extremas. Su total naturalidad me convence de sus cualidades innatas para habitar tan inhóspitas regiones.

Y mientras nuestra charla continúa, puntualmente a las 21:15 el tren inicia la marcha en dirección norte. Después de una taza de té, se apagan lentamente las conversaciones de viajeros que la noche encarga de enmudecer en el silencio roto de nuestro tren. Algunos mosquitos no dudan en asaltar mi feliz sueño, ni siquiera mi repelente de mosquitos desisten en su arriesgada lucha por la supervivencia… rápido acabo con ellos manualmente. La paz vuelve a mi litera, a mis ideas en este viaje del cual no quiero predecir ni pensar nada, en una mezcla de improvisación y planes medianamente definidos en mi segunda travesía por la línea del Transiberiano.