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TRANSIBERIANO II

Irkutsk, el reencuentro.

Lo admito, llevo en el cuerpo una emoción similar al de una primera cita, de no saber cómo va a reaccionar Maryna después de estos años transcurridos, de qué va a pasar en los próximos días, y con qué recuerdo me iré de mi segunda visita de Irkutsk. Cierto, he roto una de las reglas del viajero, no se debe volver a un lugar ya visitado, se corre el peligro de sustituir los excelentes recuerdos de antaño por otros que pueden dejar un sabor agridulce en esta nueva visita. La busco en el andén, mi corazón late fuertemente y mi ansiedad sube por momentos, no la veo. Cruzo las vías por el pasadizo subterráneo, y al subir, veo una mirada que me espera al pie de las escaleras del vestíbulo principal. Reconozco enseguida una atractiva presencia que viste un vestido granate bajo un chaquetón negro y unos zapatos rojos a juego con un gorro del mismo color, es ella, Maryna. Su cabello rubio platino ha dejado de ser largo y rizado para convertirse en corto y liso, pero su rostro no ha perdido la frágil apariencia con que la conocí. De ojos oscuros y piel blanca, la veo todavía más guapa que entonces. En los primeros compases la discreción se impone y me lleva a su casa donde ahora vive de alquiler con una amiga.

Al llegar me presenta a Olga, su compañera de piso. Tengo frente a mí al arquetipo personal ruso que tenemos implantado en Occidente, es distante y seria, apenas tengo intercambio de palabras ni trato alguno con ella. Suerte que Maryna es totalmente distinta, y no representa de modo alguno ningún caso aislado. La casa es modesta pero arreglada, y con sus gruesas paredes exteriores y sus ventanas de dos dedos de espesor, parecen estar perfectamente aisladas de los rigores climáticos de Siberia, entre otras cosas ya tienen la calefacción encendida las 24 horas del día. Después de la cena y unos minutos de charla, me propone ir a pasar unos días a unas cabañas a una población llamada Arshan, no muy lejos del Baikal. Esta noche duermo en el sofá cama del salón entre un aroma a un perfume frutal que invade todo el pequeño apartamento.

Arshan se encuentra a tres horas en minibus y está enmarcada en la República Autónoma de Buryatia. El viaje hasta allí es desastroso. La primera hora y media la carretera describe un continuo zig-zag, vamos en teoría paralelos a la línea del Transiberiano que sigue dirección sudeste hacia el Baikal. La furgoneta se ve obligada a parar unos minutos para aliviar mi intenso mareo. El cielo está nublado, pero desde el asiento delantero se tiene la perspectiva de que la taiga nos absorbe, y todos quedamos reducidos a la nada en el corazón de este inmenso bosque… y yo quedo hechizado por la grandiosidad del lugar. A partir de Slyudyanka, la carretera mejora en su trazado y se hace más rectilínea, al tiempo que el bosque se abre lentamente con el paso de los kilómetros. Por nuestra derecha corre el río Irkut que no desemboca en el Baikal sino en el río Angara, y al fondo se adivina un amplio valle que termina en un vasto espacio abierto, sobre la que se alzan claramente las montañas orientales de Saians. Al otro lado de donde circulamos la tierra se abre infinita hacia las estepas de Mongolia distante tan sólo varias decenas de kilómetros. Llegados a este punto el conductor extrema las precauciones, es zona de pastoreo y las vacas deambulan a su aire por todas partes, incluido por la calzada. Queda patente que donde hay una señal de peligro de baches, la carretera es realmente ondulada.

Parece que hubiésemos viajado a otro país, los rasgos mongoles abundan por todas partes, y si no fuera porque hablan ruso, diríase que hemos cruzado una frontera política. Arshan está formada por una única calle principal, y el único reclamo turístico son sus montañas que suben al pie de la misma población. Nos alojamos en unas cabañas de madera donde no hay agua corriente y el baño se encuentra en el exterior, sin duda al más puro estilo rústico. En cambio la chimenea alimentada de madera es una auténtica delicia y se está realmente bien. Recorremos algunos senderos cercanos, donde una serie de montículos de piedras y lazos de distintos colores atados a las ramas y los troncos de los árboles, ayudan a entender la cultura popular del budismo tibetano extendido en gran parte de Buryatia. Toda la montaña está coloreada en los tonos suaves otoñales, y el cielo azul cyan invitan a tostarse bajo el agradable sol de mediodía. De regreso a la población, un mercadillo de la mano de comerciantes y artesanos, venden sus productos mayormente con la etiqueta "Made in Mongolia". Para no perder el hilo de la tradición buriata, comemos en uno de los pocos restaurantes que hay en el pueblo a base de sopa de patatas y buuz que ya probé en Ulan-Ude.

Tenía conocimiento de que las condiciones meteorológicas pueden ser extraordinariamente variables en Siberia, donde en pleno invierno se dan gradientes de temperatura de hasta 30 grados en el espacio de pocas horas en un mismo lugar. Para mi sorpresa, presencio un cambio brusco del tiempo en mitad de septiembre. El día que había empezado con un cielo totalmente despejado, empieza a revolverse a media tarde dando paso a vientos cada vez más violentos. La prudencia invita a irnos a la cabaña después de comer y no salir de ella. Pocas veces he escuchado el rugido del viento con tanta fuerza, las ramas de los abedules se mueven incesantemente desplegando en la caída de la noche un inquietante entorno. Para colmo se va la luz en toda la población, en el exterior no se ve casi nada y empieza a llover... Esta noche, mientras el viento aúlla en el exterior, en el interior de la cabaña de Arshan sucumbimos a la tentación de los deseos hasta entonces contenidos.

Al día siguiente el paisaje es totalmente diferente, hace más frío y la lluvia de anoche ha dado paso a una nevada débil y persistente que ha dejado una delgada capa de nieve en algunas zonas… estoy pisando nieve en un verano que todavía no ha terminado. El viaje de vuelta es distinto, decidimos ir en bus hasta Slyudyanka y de ahí en tren hasta Irkutsk. Informan que la carretera está despejada, aunque anuncian que empieza a ver una gran cantidad de nieve a mitad de camino… apenas puedo creerlo después del magnífico día de ayer. Los elektrichka rusos, si bien muy baratos hacen que el viaje dure una eternidad para llegar a destino. Cae la tarde y empieza a nevar con intensidad, hasta el punto de que la línea del Transiberiano hacia Irkutsk queda cubierta por medio metro de nieve en algunos puntos. Ahora sólo puedo acordarme del intenso calor que he dejado en Madrid hace unos días. El contraste con el lugar en el que me encuentro es alucinante, y vuelvo a ver las ramas totalmente cubiertas de nieve, incluso algunos árboles están totalmente escarchados del blanco helado. Estamos tan sólo a mediados de septiembre, ignoro si es un invierno prematuro, pero me deja una magnífica estampa invernal inesperada. Después de varias horas de recorrido, llegamos por fin a Irkutsk donde vuelve a llover moderadamente aunque el frío no remite.

La compra del billete a Moscú me recuerda que ya debo pensar en el regreso. Reconozco a la misma mujer que me vendió el billete de tren a Ulan-Bator en la agencia del hotel situado junto al río Angara. Ella evidentemente no me recuerda, pero sigue conservando la misma amabilidad de entonces. En el alojamiento donde he pedido que me registren, la joven que me atiende sueña con ir a Madrid, tiene amigos allí y espera ir pronto a España. Decididamente, existe un flujo de gente en constante movimiento que se mueve de un lado a otro de este mundo en evolución. Maryna me cuenta cosas surrealistas que suenan a chiste pero son reales. En la noche siberiana, los responsables de algunas discotecas tienen el dudoso poder de escoger a su clientela, entre las cuales sólo las guapas tienen el privilegio de entrar gratis con una tarjeta personal que les facilita el propio local. Las que no son guapas… no pasan ni siquiera pagando. En las tiendas de recuerdos, veo el rostro de Medvédev y por ende de Vladimir Putin, en portadas de cuadernos, calendarios, tazas... existe un elevado patriotismo ruso entre la población, aunque una minoría de la extrema derecha ha llegado también a Siberia dispuesta hacerse notar.

Una lluvia fina y constante no deja de caer en toda la mañana, ello no me impide pasear por Irkutsk con toda tranquilidad, aunque con una melancolía notablemente acentuada con respecto a mi primer paso por la ciudad. Vuelvo a visitar el mercado central y las calles Karla Marxa y Lenina, en cuya intersección permanece inalterable la estatua de Lenin en pose de un discurso que ya nadie escucha, son el reflejo de muchos de los ancianos que echan de menos la estabilidad económica del comunismo Post-Stalin. Muy cerca, en una de las paradas del autobús aparecen unas pintadas con un Putin retratado como un Superman. Compro algunas provisiones en el supermercado donde conocí a Maryna, lo han hecho un poco más grande y me fijo en los pequeños paquetes de azúcar ahora presentes en las estanterías. Esto se acaba, he hecho todo lo que tenía que hacer, es hora de volver a casa de Maryna y preparar el equipaje para mi regreso a Moscú esta tarde. Quedan marcados momentos indisociablemente unidos a personas y lugares, y Siberia ha dejado de ser ese lugar yermo y desolado de mis lecturas. Su teléfono vuelve a sonar, es el taxi, ha llegado la hora. Una última mirada correspondida a sus ojos en una despedida anunciada…

El taxi circula por las mismas calles que hemos recorrido Maryna y yo estos días atrás, salvo que en esta ocasión voy solo y no habrá camino de vuelta. En mi memoria se agolpan los recuerdos del primer día, donde la incertidumbre dejaba paso a la ilusión del reencuentro. Tengo el pensamiento trabado en una batalla que he librado con la utopía, la inalcanzable meta de soñadores y arquitectos de sueños imposibles, en la frontera de un territorio que delimita a la realidad, del mundo ideal. La sensación de que nunca volveré a Irkutsk se acrecienta por momentos. Tengo una ligera angustia sobre mi pecho, puedo incluso notar el abatimiento moral de esta presión... Tal vez sea la última vez que vuelva a ver estas calles bañadas en el gris otoñal del inminente invierno ruso. Nadie lo percibe, pero tengo la mirada clavada en los detalles de mi entorno, en las personas que esperan en la parada del tranvía, en los que caminan por sus aceras... Al final todos estamos de paso, los unos de los otros, la gente va y viene como la suerte. No quiero dejar la ciudad, no quiero... pero es inevitable. Tengo la cuenca de los ojos encharcados en lágrimas de emoción y tristeza... adios Irkutsk.

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