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TRANSIBERIANO II

Moscú, la ciudad de los contrastes.

Ha pasado casi un mes desde que salí de Madrid y ya estoy en Moscú, mi final de viaje. Al otro lado del andén se encuentra estacionado el tren número 48 Irtysh con destino Omsk. Algunos viajeros esperan la apertura de sus coches, y en el andén se confunden los que se van de los que vienen, quisiera ser uno de esos viajeros que toman ahora rumbo este... De manera instintiva, opto por no entrar al edificio de la estación de Yaroslavskaya, y cojo el metro en una de las entradas situada en la calle. Vuelvo a ver la monumental estación de metro de Komsomolskaya, tomando el camino del hostel a unas pocas paradas de metro de aquí. He decidido alojarme también en Moscú en el mismo alojamiento donde estuve la primera y última vez en la capital. Al salir de la boca del metro, reconozco de inmediato las inmediaciones de la zona, donde encuentro fácilmente el albergue, esta vez sin las circunstancias de presión y angustia de entonces. Esta noche al fin duermo en una confortable litera que alivian algunos dolores que habían empezado aparecer en mi espalda. Me creo dormir en el summum del confort después de tres noches en clase platskartny .

Decido visitar lo que por razones inesperadas no pude ver en mi anterior paso por Moscú. Visito el museo de historia militar, mayormente dedicado a la Gran Guerra Patriótica. Una pequeña sala rinde tributo a los campos de concentración del nazismo, pero no hay ninguna referencia de sus homólogos soviéticos, los campos del Gulag. Es conveniente silenciar un pasado teñido de rojo para ensalzar solamente los momentos de gloria. En el fondo, los gobiernos no son tan distintos de las personas comunes, actuamos en consecuencia de la misma manera a escala personal. Unas estaciones de metro más al norte, se alza un conocido e imponente obelisco de titanio que mira hacia el cielo y que da acceso al museo de la Cosmonáutica. Extiendo mi paseo un poco más al norte, donde se encuentra el VDNKh, una gran avenida peatonal en la que se encuentran ubicados una serie de pabellones, fuentes y esculturas construidas en la década de los 60 en el marco del progreso comunista.

De nuevo en las calles moscovitas, siguen circulando una elevada cantidad de coches de gran cilindrada, aunque el mercado de automóviles de lujo japoneses está en alza, veo uno cada pocos metros con sus correspondientes lunas tintadas. Es fácil adivinar que el dinero negro y la mafia se mueven por todas partes, especialmente a medida que me desplazo más hacia el centro de la ciudad. Aquí vuelvo a ver la Plaza Roja, si cabe todavía más bonita en la noche, plagada en sus inmediaciones de tenderetes que venden recuerdos de Moscú y Rusia. La perspectiva que se tiene del Kremlin iluminado desde los diferentes puentes que cruzan el río Moscova, es el de un poder velado, vasto y extenso que extiende sus dominios a diez mil kilómetros de aquí. Al otro lado del río, infinidad de parejas recién casadas en limusinas de lujo, hacen sus fotos oficiales junto a simbólicos monumentos o zonas ajardinadas. Cerca, una babuchka vende guantes y gorros en un puesto improvisado, está sentada sobre un pequeño taburete de madera, en una mirada que busca la indiferencia de la gente. Por su rostro estriado, deslizan las primeras gélidas ráfagas de viento que anuncian la llegada del invierno ruso. Moscú, la ciudad de los contrastes, no ha cambiado mucho desde mi última visita.

En el albergue, algunos mochileros y viajeros independientes se reúnen en la sala común o la cocina. Entre ellos conozco a Geraldine y Cyril, una joven pareja francesa que decidió ahorrar durante varios años para realizar su gran sueño, viajar a lo largo de un año. Su receta es simple y atrevida, dejar el trabajo y hacerlo. Les queda dinero para tres meses, momento en el cual regresarán a Francia para volver a trabajar en algo que todavía ignoran. De momento han venido a conocer Moscú y San Petersburgo, aunque también se van mañana de aquí. Aprendo que cuando menciono a algunos rusos que he visitado algunas ciudades de Siberia, reaccionan con desprecio hacia esas mismas regiones, me cuentan que no hay nada que ver ni hacer allí. Ignoro si la región de Siberia sigue pesando sobre la historiografía de la Rusia europea, o se trata del ego y el engreimiento de los nuevos urbanitas de la Rusia occidental. En una de las salas comunes hay un grupo de cuatro finlandeses. De cuerpos toscos y ojos pequeños, beben todo el alcohol que tienen a su alcance, quedo impresionado. Al cabo de un tiempo están todos borrachos y no son precisamente adolescentes. Me acordaré mañana de ellos cuando coja mi avión de vuelta a Madrid vía Helsinki. No quiero pensar en ello pero es inevitable, la vuelta a casa está muy cerca.

Y tarde o temprano todo termina. Tengo la sensación de que abandono un retal de mi vida en una tierra que no es la mía, que apenas conozco, y sin embargo, suscita una atracción invisible con tanta fuerza que ya pienso en el regreso. Me he acostumbrado a un ritmo de vida, una rutina que rompe temporalmente con mi vida cotidiana, y ahora no quiero dejarla. ¿Y mañana qué? No lo sé, intento estar preparado para las despedidas, pero nunca me acostumbro a ellas, no es fácil decir adios, ni siquiera un hasta pronto. El tren que me lleva al aeropuerto de Sheremetovo se convierte en una letanía de recuerdos difícil de olvidar. Tengo la mirada clavada tras el reflejo de una ventana que mira al extrarradio de Moscú, al tiempo que el tren pasa veloz por delante de un mercadillo instalado a pie de vía en este día de domingo claro y luminoso. Estoy ausente, absorto en mis pensamientos, soy prisionero voluntario de mis memorias en unos ojos vidriosos de emoción, que representan la culminación al Transiberiano al fin completado. Y cuando una historia termina, se gesta el germen de otra que empieza... BAM.

 

Nota: Y si has llegado hasta el final de estas líneas en el gran viaje por la línea del Transiberiano... es que ahora, te toca a ti vivirlo. Gracias por leerme.

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