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Cruzando Europa, Madrid - Moscú.
Justo antes de las 19:00 recibo una llamada de mi amigo Horacio para desearme buena suerte y relajarme, estoy hecho un flan y no es para menos, 16.000 km me separan de Pekín vía Vladivostok por la línea original del Transiberiano, hasta el mar de Japón en el Extremo Oriente ruso. Del Atlántico al Pacífico, ahora más que nunca es hora de emprender el viaje transcontinental de toda una vida. Soy totalmente consciente de este momento, y en este tren destino París, los sueños de mi infancia empiezan a convertirse en realidad. No quiero darle mas vueltas, quiero que el tren inicie su marcha para no pensar en nada mas... Rara vez me he sentido paradójicamente bajo una seguridad tan incierta como la de ahora.
En el claustrofóbico compartimento conozco a Tom y Lisa, joven pareja alemana que trabajan y estudian en Madrid. Desde el primer contacto entablamos una muy buena amistad en un castellano más que correcto. Junto a nosotros viaja un hombre chino ocupado en sus asuntos particulares, se mantiene reservado y al margen de nosotros. El bar se convierte en el lugar de reunión de una tertulia que se prolonga hasta bien entrada la noche. Pasamos Valladolid y Burgos bajo la típica niebla cerrada castellana del otoño. Estamos cansados, nos retiramos a nuestro compartimento entre el ligero balanceo, y bajo una luz tenue que no hace más que evocar una y otra vez el encanto de los trenes nocturnos. Apenas me despierto en todo el trayecto hasta París. A la mañana siguiente, la campiña francesa de los alrededores de la ciudad parisina aparece parcialmente blanco por la helada caída durante la noche. Me despido de la agradable compañía de Tom y Lisa, quedamos en vernos para un próximo reencuentro en Madrid.
A mi llegada a París-Austerlitz me espera mi amiga Lucie. Reconozco su figura menuda acompañada de una siempre natural sonrisa al final del andén. Después de trasladarnos a París-Nord, nos damos el tiempo de una charla y un desayuno con vistas a la impresionante fachada exterior de la estación. Me regala un libro para que me acompañe durante mi viaje, y me da el billete de tren Colonia-Moscú que la encargué comprar en su reciente visita a Alemania. Al poco de entrar en el vestíbulo principal de la estación, anuncian por megafonía el “Thalys” con destino Colonia a las 10:55. Me despido de Lucie entre besos y sonrisas, aunque me nota inquieto antes de partir.
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Percibo el cambio cultural en el primer instante de subir al tren, empezando por el idioma, donde el alemán se hace escuchar cada vez con más frecuencia. La gente también es más discreta y apenas se les escucha hablar. El “Thalys” cruza a ritmo acelerado la banlieue con sus “HLM”, los altos edificios de la Seguridad Social francesa que recuerdan la revuelta de los inmigrantes tan sólo unos días atrás. Ahora, una densa bruma cubre gran parte del recorrido hasta Bruselas, donde algunos claros dejan entrever la llanura agrícola de esta región. A 300km/h el tren pierde el encanto de los viajes ferroviarios, todo el paisaje desfila en una carrera contrarreloj, no me identifico con “el metro de las grandes ciudades europeas”, si bien me dejo llevar por su total eficacia. Tras pasar Bruselas y Lieja, seguimos corriendo paralelos a la autopista, donde "engullimos" a todos los vehículos de la carretera, que parecen no moverse. Sólo mirando por la ventana puedo ver la sensación real de velocidad que lleva el tren. A partir de la frontera alemana en Aachen, el tren modera su velocidad en territorio alemán al no existir vía de alta velocidad en este tramo. Por fin el cielo se despeja y el sol aparece a mi llegada a Colonia. La sensación de un viaje real aumenta a medida que la barrera del idioma se hace más difícil y todo es cada vez más desconocido. Por extraño que pueda parecer, mi inquietud ha desaparecido por completo.
Después de dejar el equipaje en la eficiente consigna automática de la estación, salgo a las calles de Colonia con la tranquilidad que me permiten las varias horas de las que dispongo antes de mi próximo tren. En la plaza de la catedral preparan el mercadillo de Navidad, y las gentes llenan a estas horas de la tarde las calles de esta céntrica zona comercial de la ciudad. Adelanto la hora de mi cena habitual en un bar no muy lejos del centro. La cordialidad de algunos clientes y las camareras me hacen olvidar el tópico de la seriedad alemana en su tierra. El ambiente es realmente muy agradable y distendido. Antes de emprender mi vuelta a la estación, decido cruzar al otro lado del Rhin para tener una excelente panorámica nocturna de la catedral y su puente ferroviario, una bonita despedida a una emocionante jornada a punto de concluir. Hora de regresar a la estación.
Es otra bis en mi viaje, un nuevo comienzo, en otro lugar y con otro destino que alcanzar, si cabe cada vez más emocionante que el anterior. Estoy exultante, nervioso, y con cada correspondencia que doy en una estación, doy un paso más en mi singular destino soñado. Me conozco lo suficiente, en el instante en que suba al tren, todas las tensiones habrán desaparecido. Después de las fotos de rigor, espero paciente, casi obstinado, mi camino hacia Rusia.
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