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TRANSIBERIANO

EL VIAJE & FOTOS
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CRUZANDO EUROPA
CAMINO DE SIBERIA
BAIKAL
A TRAVES DE LA ESTEPA
DESTINO PEKIN
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Camino Siberia, Moscú – Novosibirsk.

Tren número 56 “Yennsey” con destino Krasnoyarsk en los indicadores electrónicos de la estación cuando una multitud anónima se dirige a los andenes del exterior. Afuera, un denso olor a carbón y hollín flota en el aire, credencial inconfundible de un viaje con aroma propio. En el momento de poner el tren en vía, suena mi móvil entre mi cazadora que finalmente no alcanzo a coger. Leo un número extraño en mi teléfono, tal vez sea del consulado español, por lo que devuelvo la llamada sin contestación. Sólo puedo afirmar lo inevitable, estoy nervioso y tenso por lo que acaba de pasar y por lo que está por llegar... El tren que me llevará a Novosibirsk lleva el nombre de “Sibiryak” en todos sus costados, una larga rama de diecisiete coches pintada de verde y amarillo, lo importante es que sigue siendo el tren número 56. Tras comprobar a pie de coche mi billete y pasaporte por parte de la provodnika POR FIN!!!!! Grito en el silencio de mi alma todo lo posible sin que nadie pueda percibir nada, una especie de euforia e incertidumbre me invaden por completo. Novosibirsk, Irkutsk, Vladivostok, el Pacífico… suena todo tan lejano y distante, y sin embargo, me siento ahora más capaz que nunca de llegar hasta allí. A las 16:36 y bajo las primeras luces nocturnas, pongo rumbo a Siberia en un estado de profunda emoción. A la salida de la estación y a mi izquierda, puedo ver las cuatro grandes chimeneas que recuerdan el cercano emplazamiento del hostel, y con él, me despido del amargo recuerdo de la gran metrópoli rusa, pero con el deseo de que lo mejor está por llegar. Es miércoles 23 de noviembre, hasta pronto Moscú.

Lo primero que hago notar es que en clase kupe, los coches rusos son amplios y espaciosos, a diferencia del gálibo más pequeño de los trenes europeos. Para resaltar la categoría de este tren, todo está a nombre de “Sibiryak”; los vasos de té, las cortinillas, los manteles... Además dos impresionantes azafatas vestidas con faldita negra y chaqueta a juego recorren parte del tren ofreciendo diversos snacks y bebidas. A bordo también viaja la policía ferroviaria, les veo pasar fugazmente por delante de mi compartimento, de pronto se paran en seco girando sus cabezas hacia mi. Ya sea por mi ropa o mis rasgos, compruebo que es difícil pasar desapercibido, y tengo la sensación de ser sospechoso por visitar su territorio. Me preguntan de dónde soy, me piden el pasaporte. Al decirles ispanski comentan algunas palabras en español, entro con cautela en su juego de frases cortas. Tengo el visado y la tarjeta de migración en regla, pero ven que todavía no estoy registrado... la burocracia me persigue. Han pasado tres días y debería haberlo hecho. No advierto una actitud hostil en sus gestos, me piden que lo haga en mi próxima ciudad de destino. Tal vez he dado con milicianos honestos, pero visto lo poco que hasta hoy he conocido, me esperaba apearme en la próxima parada y verme de nuevo en jaque con las autoridades rusas.

En mi compartimento viaja una jubilada también hasta Novosibirsk, apenas logramos entendernos y con frecuencia echo mano de mi diccionario. También a ella parece sorprenderla la presencia de un extranjero que viaja solo. Me comenta que ha viajado con bebedores empedernidos de alcohol que acaban totalmente ebrios en el compartimento, y es que en Rusia, el alcoholismo es un problema de primer orden con el vodka a la cabeza de las bebidas más consumidas... después del té. El tren gana velocidad a medida que deja atrás los suburbios moscovitas, las luces de las estaciones de cercanías pasan centelleantes y difusas entre andenes atestados de gentes que se dirigen de nuevo a sus casas. Han pasado sólo tres días de mi llegada a Moscú y parece que ha pasado más tiempo, tengo ganas de descansar y disfrutar por fin del viaje, y ahora siento que mi cuerpo es un remanso de paz y calma. Quedo embriagado por captar los detalles que me rodean, por el calor y el olor de mi compartimento, el del sonido del tren... Es en estos momentos cuando empiezo a leer el libro que me ha regalado Lucie.

Primera parada Vladimir y la vista desde el tren de sus bonitas cúpulas doradas de la catedral iluminada. En la noche pasamos Nizhni Novgorod, Viatka... que sin embargo continúan manteniendo su antiguo apelativo de Gorki y Kirov en los horarios rusos. Algunos viajeros ocupan su cama en nuestro compartimento durante las breves paradas que se producen en plena noche, y el sueño apenas queda interrumpido. A primera hora de la mañana del día siguiente amanezco con el macizo de los Urales como telón de fondo, la frontera natural Euroasiática. El tren negocia siempre a velocidad moderada las suaves curvas y contracurvas de esta frontera imaginaria, que además de separar dos continentes, separa todo un país.

Me instalo entonces en el coche restaurante, tapizado en tonos azul celeste y blanco. Suena música pop contemporánea rusa y sólo un comensal ocupa una de sus mesas vacías. Allí están las dos azafatas y un camarero sin saber qué hacer con tan escasa clientela, no es frecuente el paso de viajeros por el coche restaurante, y la gente prefiere comer en sus compartimentos por motivos económicos. Mientras espero un borsh ruso a base de hortalizas y vegetales, mi compás de espera queda ensimismado por el horizonte sin límite que estoy cruzando. En ellos pierdo la noción del tiempo que ahora mismo no existe, mi reflejo en la ventana del coche no es mas que mi mundo idealizado, reducido a un espacio limitado que recorre una distancia cuyo límite quiero no saber, o no encontrar. Hora de despertar de mi utopía, pronto se produce la llegada a Perm. Aquí veo la misma escena presenciada en Brest, sólo que en esta ocasión las babuchkas son más ancianas, y en sus rostros quedan dibujadas las arrugas marcadas de una vida no menos convulsiva. Las mujeres se afanan por convencernos para comprar sus productos; comida, vajillas, recuerdos... Fijo la vista en un carrito lleno de peluches envueltos en plástico transparente. Venden de todo y para todos.

La nieve aparece con timidez en las primeras horas del día, pero lentamente se va adueñando de un paisaje que le es natural, inseparables en el recorrido hacia el este, siendo su presencia definitiva antes de caer la noche. Esa misma oscuridad me impide ver el obelisco que separa oficialmente Europa de Asia, señal de que en unos pocos kilómetros llegaremos a Yekaterinburgo. Apenas 20 minutos de parada en esta, la última ciudad importante de la Rusia occidental. En unas pocas horas voy a entrar en los dominios oficiales de Siberia.

Al día siguiente, el paso del tren arrastra consigo una nube blanca de nieve polvo que difumina ligeramente un paisaje que es ahora, lo que tantas veces había pintado en cuadros imaginarios. Por detrás de la ventanilla desfila la taiga, con sus enormes bosques de abedules cubiertos de hielo y nieve como nunca lo había visto, grabo en mi retina imágenes de una belleza indescriptible. A primera hora de la mañana paramos en Omsk, lugar de enlace de la línea del Transiberiano con el ferrocarril que conecta el sudoeste ruso y Europa oriental. Me sigue sorprendiendo ver en el andén a chicas jóvenes que usan tacones para caminar por la nieve. Después de la parada en Barabinsk a 3000 km de Moscú, y tras un nuevo crepúsculo, el tren pasa lentamente a su paso por un suburbio iluminado que arroja una tibia luz sobre sus calles. Cruzamos el puente ferroviario que salva el río Ob, mi compañera de compartimento me señala el final del trayecto deseándome una buena estancia en su ciudad de Novosibirsk.

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