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TRANSIBERIANO

EL VIAJE & FOTOS
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CRUZANDO EUROPA
CAMINO DE SIBERIA
BAIKAL
A TRAVES DE LA ESTEPA
DESTINO PEKIN
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Ulan-Bator, estirpe del frío.

Llegada temprana a Ulan-Bator, también aquí vienen a recibirme los responsables del albergue, una simpática pareja coreana-mongola. Según la guía de horarios, en dos días tengo un tren directo a Pekín, coincidiendo con la fecha de salida de mi visado de tránsito, lo que me evita tener que hacer el engorroso papeleo de prolongar el visado mongol o en su defecto hacer una correspondencia ferroviaria en la frontera con China. Lo primero es comprar el billete siguiendo el consejo del personal del albergue, las vacaciones navideñas están cerca y en esta época del año todos los trenes van completos.

Empieza a nevar, pero no son copos como los que siempre he visto, permanecen en el suelo y no se deshacen, tampoco es granizo, es una textura diferente, fruto tal vez de la extrema temperatura ambiental. En breve espacio de tiempo el cielo se despeja totalmente, como si un viento invisible hubiera barrido todas las nubes de un soplido. El sol caliente un poco el ambiente invernal, pero solo es aparente… a 32 grados bajo cero, además de toser, se me queman las yemas de los dedos con los guantes quitados, el frío congela mi respiración sobre mi cubre cuello en forma de una escarcha blanca y helada, noto congelada la mucosidad de mi nariz, y los párpados de mis ojos quedan pegados. Ahora entiendo porque la capital de Mongolia tiene el mérito de ser la capital de estado más fría del mundo.

En el centro de la ciudad predominan los edificios comunistas que dejó la larga ocupación soviética. Su huella quedó marcada en estos paisajes urbanos, arrasando a su paso con buena parte de su riqueza cultural y religiosa. Hoy Mongolia recupera lentamente sus valores tradicionales y económicos con ayuda de la comunidad internacional, empezando por el alfabeto tradicional mongol que está siendo reintroducido en su educación pública. En sus calles me cruzo con hombres que llevan en sus manos grandes teléfonos fijos iguales a los de cualquier casa, aunque después aprendo que en realidad funcionan como móviles. Visito el imponente monasterio de nombre impronunciable Gandantegchinlen Khiid. Todo el recinto está formado por numerosos templos, en uno de los cuales se alza una imponente estatua budista de 25 metros de altura. En los aledaños, algunos establecimientos de recuerdos coexisten junto a una vasta zona donde se asientan modestas construcciones de madera y numerosos gers sobre calles de grava y tierra. En este entorno no faltan las tiendas budistas tradicionales, rodeadas de pañuelos multicolor que el viento encarga de mecer las oraciones de fieles y religiosos.

Siguiendo los consejos que me dieron en Irkutsk, lo realmente interesante de Mongolia se encuentra fuera de sus áreas urbanas. Al día siguiente marcho con dos compañeros de albergue, Steve un londinense y un sueco de apellido Larsson, a Terelj, parque natural situado a 60 km en dirección nordeste. En apenas unos kilómetros, se pasa de los paisajes de los campos de gers, a las colinas ondulantes y áridas que caracteriza el paisaje invernal mongol. Después de las carreteras asfaltadas, nos adentramos entre caminos de tierra que serpentean entre colinas desnudas hasta donde alcanza la vista, ni vegetación ni fauna aparente… nada, y siempre la misma pregunta, ¿y quién vive aquí? Ninguno de nosotros aparta la vista de la ventanilla del coche, queremos fundirnos como el hielo en el paisaje y formar parte de él.

Por fin conocemos a los nómadas del siglo XXI bajo sus tradiciones milenarias. Aquí viven varias familias en sus yurtas aparentemente distantes del mundo exterior, aunque algunos de los mas ancianos han conocido Europa en su juventud, y ahora viven en la paz de su tierra natal. Viven del ganado, pero la llegada del creciente turismo les aporta una nueva fuente de ingresos. Los miembros mas jóvenes permanecen en constante comunicación con la inevitable telefonía móvil que llega también a estos inhóspitos lugares, y cuya cobertura resulta perfecta.

Junto a Steve y Larsson empezamos a recorrer un sendero, nos sumergimos en un tupido bosque de árboles de hoja caduca rodeado de grandes rocas, ascendemos ladera arriba entre un suelo forrado de tierra y musgo semicongelado. Nos relajamos, vemos y sentimos. Jamás había escuchado y sentido el silencio en un estado tan puro, sublime sonido entrelazado con los colores de un azul intenso en el cielo, que contrastan con las tonalidades pardas de las montañas y el desierto, el todo envuelto en una calima de atardecer bajo un frío glacial. El silencio es tal, que el vuelo de una banda de pájaros cercanos nos sobresalta. El soberbio paisaje de la estepa mongola nos envuelve en el silencio mudo de su naturaleza, parece como si todo este decorado natural hubiera sido preparado ex profeso para recibir nuestras miradas, llenas de una satisfacción imposibles de describir. Tengo la sensación de que el resto del mundo ha quedado inerte, inmóvil ante una foto fija de la entropía desterrada del universo, que ha absorbido el grito de los hombres que pedían silencio al otro lado de mi antípoda... Los comentarios con Steve y Larsson me devuelven a la realidad de un instante felizmente compartido. De vuelta a la yurta, vemos una puesta de sol que tiñe todo un cielo que parece envuelto en fuego y llamas, en una paleta multicolor de púrpuras y rosados fascinantes.

Ahora más que nunca, mi agradecimiento por haber conocido a Maryna en aquel supermercado de Irkutsk es todavía mayor. Nunca pensé que aquel encuentro totalmente fortuito podría llevarme hasta aquí, donde la calma y la belleza toma otra forma pero guarda el mismo sentido. Hacer que las cosas no salgan como las había planeado en un inicio pueden resultar extraordinarias, más halla de lo que hasta entonces hubiera podido imaginar. Me quedo con ganas de ver y conocer mucho más de este increíble país, pero mañana debo coger el tren a Pekín, y el anuncio del final del viaje está ya cerca. No quiero ni pensar en ello.

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