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CHILE

Santiago y Viña del Mar

Mi llegada a Santiago coincide con las Fiestas Patrias, la festividad más importante en Chile. Las calles están casi vacías de coches y personas, se diría que es una ciudad sin vida para quien no sepa, que muchos santiaguinos descansan estos días en otras localidades. En el albergue me recibe la recepcionista Juliana, brasileña y residente desde hace 6 meses en Santiago. Su simpatía no deja lugar a dudas en una sonrisa que involuntariamente deja escapar cuando habla con la gente.

De entrada Santiago tiene cierto aire moscovita que se ve en el contraste de sus calles y vehículos. Desde el Cerro San Cristóbal se tiene una amplia visión de toda la ciudad con los Andes tocando la punta de los dedos. Muchos están contentos con la salud económica del país que progresa cada año,  aunque los estudiantes universitarios tengan que empeñarse gran parte de su vida en terminar de pagar sus estudios. Santiago es una ciudad cara comparada con el resto de Sudamérica, igualándose a España e incluso con precios más caros que en Alemania en restaurantes y bares. A pesar de ser una de las mejores economías del Cono Sur, no lo veo reflejado en sus infraestructuras y servicios, donde aceras degradadas y polvorientas coexisten junto a grandes avenidas y parques, en un centro encajado por estrechas calles y altos edificios. En una mesa contigua a la mía a la hora del almuerzo, una pareja dialoga sobre Alemania. A ella la han dicho que es muy cara. Me gustaría decirla cuanto de verdad y mentira hay en ello, pero no estoy en condiciones de entrometerme en todas las conversaciones que escucho, y desisto de interrumpirlos.

La vida en Santiago como en cualquier parte del mundo no es fácil para todos. En los semáforos en rojo, parejas de acróbatas y artistas callejeros muestran sus habilidades artísticas a los conductores que esperan su disco en verde. Es agradable ver como la gente responde con algunas monedas, y algunos sonríen a sus actuaciones. En otro nivel social veo un indigente, envuelto en mantas y cartones al que se le acerca un carabinero con expresión de impotencia, porque sabe que nada puede hacer  ante la miseria que presencia. Ignoro la suerte que les ha llevado a vivir en circunstancias tan extremas, siempre consciente de que nadie esta a salvo de esta situación... Y en las calles de Santiago soy testigo de una curiosa paradoja; los perros callejeros tienen más inteligencia y dignidad que muchos sujetos públicos de la "élite" social (política, judicial, financiera, empresarial, religiosa y militar), rebajados a inservibles objetos animados que el tiempo, lento pero sabio, encarga de poner en su lugar.  

En el albergue conozco a un asturiano que aprovecha el invierno chileno para trabajar de monitor de ski y volver de nuevo a España en el comienzo de la temporada invernal. También me presenta a otro español, Iván, de Huesca, estudiante de arquitectura en Santiago en un intercambio de universidad por espacio de un año. A nosotros se nos une un chileno trotamundos casado con una rusa, Raúl. Escucho las aventuras en sus largos viajes por Oriente Medio y Transilvania, noto en sus gestos espontáneos y vivos una vida intensa que relata con entusiasmo en una voz que transmite experiencia y seguridad. Junto a Iván y Raúl conozco la noche santiaguina en visitas a bares y botillerías, donde además de cenar chorrillana, compramos una botella de vodka que bebemos en pequeños tragos en un parque cercano. 

Un grupo formado de cuatro carabineros se acerca a nosotros, tienen el aspecto de jóvenes adolescentes recién salidos de la academia policial, y una chica integra también la formación. Nos preguntan por nuestras bebidas, merodean cerca de nosotros hasta encontrar la botella de vodka casi llena. A Iván y a mí nos dejan por ser españoles y no conocer las normas del país, en cambio el amigo chileno se arriesga a una multa. El que lleva el mando vacía el contenido de la botella ante la mirada estupefacta de Iván, y en una actitud arrogante y de fuerza, el carabinero rompe la botella de cristal en la zona de juego del parque infantil donde nos encontramos. Raúl, ya curtido en experiencias por el mundo le recrimina esta actitud, el oficial no encuentra escapatoria en sus palabras a su última acción. Puedo leer en su rostro la vergüenza maquillada de contradicciones, y se alejan finalmente de nosotros continuando su ronda por el parque.

Viña del Mar esta más lejos de lo que pensaba y se encuentra a casi dos horas de Santiago, pero ya he comprado el billete y tengo pensado regresar en la tarde de hoy. A mi lado toma asiento una chica de cara redonda y pelo largo, en pocos minutos establamos conversación. Se llama Patty, y me habla ilusionada de sus proyectos, esta a punto de iniciar su propio negocio en Viña y sueña con viajar junto a una amiga a Miami cuando tenga dinero ahorrado. El atractivo inicial desaparece como espuma que se consume en su propio vaso; es la versión simpática pero igual de superficial que Tatiana, la homestay de Vladivostok en Rusia. No obstante accede gentilmente a dedicar un poco de su tiempo y pasear conmigo por las calles de Viña.

A lo lejos apunta con su dedo a los cerros de Valparaíso sorprendentemente cerca. Me cuenta que es diferente y no la gusta, afirma que en Viña se está mucho más tranquilo y mejor. Las calles están limpias y cuidadas, es zona turística en temporada alta, pero también lugar de residencia de la clase media-alta chilena. Viña, que goza de buena reputación en Chile no consigue captar mi atención, es una población de mar como cualquier otra existente en España o Francia. A última hora de la tarde tomo el bus de regreso a Santiago pensando ya en mi visita a Valparaíso dentro de dos días, esperando sea bastante más atractivo que una simple ciudad de costa y playa.

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